QUEHACERES POSTERGADOS
Yanna Hadatty Mora
Tendía la cama con poca
convicción. La cantaleta de la madre, de que era sucio
acostarse en una cama sin hacer, no la dejaba aun ahora que la
dueña de la casa era ella y su madre se encontraba
únicamente de visita. Mejor no tener problemas las pocas veces
en que se veían. Al extender la sábana al descuido
resbaló de ella algo sólido que detuvo los movimientos
mecánicos de alisar y estirar. A oscuras tomó el
objeto. Algún vaso se habría quedado revuelto entre las
cobijas. Las cinco puntas carnosas la convencieron de su error: Era
una mano. Una mano suelta en medio de la cama.
Encendió la lamparita del velador. Las uñas
carcomidas, el anillo que ella misma había comprado. Era la
mano de él. La madre tenía razón: siempre
sería una desobligada, una pasional. ¿Cómo
calificar si no a alguien que amenazaba al amado en un rapto de ira
con mutilarle el cuerpo, para tenerlo por trozos, rígido,
inhumano, como una piedra, un plástico, como esa mano?
¿Y si lo hubiera hecho? La rabia era un alcohol muy
poderoso, alucinante. ¿Y si esos fragmentos --porque cerca de la
mano aparecieron una oreja, la nariz, la otra mano-- regados al azar
entre sábanas y cobertores, fueran todos parte del mismo
cuerpo?
La voz de la madre preguntándole desde el baño si
necesitaba ayuda para poner la casa en orden, le hizo soltar nariz y
mano derecha. Ambas rodaron hasta el piso. "¡No, ya termino!",
se oyó gritar. Recogió atemorizada la mano, y la
metió en el bolsillo del vestido, mientras escuchaba a su
madre canturrear al compás del agua con que se llenaba la
tina. Mejor que estuviera así, haciendo un ruido que
permitiera detectarla. ¡La nariz! En el primer cajón de
la cómoda empujó la ropa interior hacia ambos lados
para hacer espacio al incompleto juego de miembros.
¿Lo habría mutilado? Ni siquiera estaba segura de
cuándo lo había visto anteriormente, peor de
cuándo estuvieron en esa misma cama por última
ocasión. Cuánto tiempo tendrían esos fragmentos
en su cama. Por esos días había dormido pocas veces
allí por irse con una amiga, o llegaba tan tarde que ni el
hambre ni el sueño le permitían preocuparse de
problemas menores como eran los del orden y la limpieza. No recordaba
haber hecho la cama, o cambiado las sábanas en mucho tiempo.
Tenía que deshacerla toda, sacudir frazada por frazada, para
cuidar que no hubiese una cabeza de San Juan bizarro entre dos telas.
Una pierna, y el torso. El resto del cuerpo debía encontrarse
igualmente revuelto. Y antes de juguetear siquiera con la posibilidad
de armar ese rompecabezas de pocas piezas, era necesario asegurarse
de que el monstruo no se activaría en cuanto la última
de las partes tomara su lugar. Si así ocurriera,
volvería a condenarse a una montaña de represalias que
no merecía. Él nunca perdonaba.
Otra pierna y el miembro por antonomasia rodaron por el piso.
Los brazos habían aparecido. Faltaba solamente la cabeza. La
jugadora se veía dudosa. Si la madre saliera del baño y
en su manía del control revisara los cajones, y se encontrara
con el pene, o cualquier otro órgano, ¿qué
pasaría?
Por una censura de pudor metió el pene en un
calcetín grueso, de invierno. Las manos en guantes, la nariz
en una bufanda. Cerró el cajón, y se puso a coquetear
con la idea de armar el muñeco y dejarlo decapitado.
Así se podría aprovechar el cuerpo, sin sufrir sus
decisiones abruptas, los cambios de humor y los rencores, sobre todo
sin caer en sus mentiras incontenibles. Sería tan justo y
reparador tenerlo de maniquí desmontable por un tiempo. Aunque
la instalación quedara pendiente hasta ida la madre.
Consideró las ventajas de presentarlo así al mundo, sin
muecas, frases mordaces y malas caras, gritos y amenazas. No
encontrar la cabeza era francamente una ventaja.
Sin que reparara en ello, el cuarto había quedado
impecable. En algún momento pasó la escoba y el trapo,
mientras se juraba una y otra vez que nunca más dejaría
que tal desorden inundara su vida. Al menos no --y se hacía un
guiño-- cuando fuera a recibir visita.
Un grito la sacó de su ensimismamiento. Entró al
baño cuando su madre se persignaba en la bañera,
cubierta de espuma y sales, y vio cómo en seguida empezaba a
reír:
-¡Qué susto, hijita! También tú y tu
sentido del humor. Me parece del peor gusto, disculpa que te lo diga
así, tener aquí una cabeza desorejada y desnarigada, de
tamaño natural, con la cara de ese patán, mirando
justamente hacia la tina.
Yanna
Hadatty Mora é equatoriana, (1969, Guayaquil) e
atualmente faz seu Mestrado na Universidad Autonoma de
México.